Si no creyera en la locura
de la garganta del cenzontle....

Si no creyera/ Meche/ en tu luz/ y en las gargantas/ que habitan/ en las manos/ y en las palabras/ que las desatan/ no seguiría escuchado/la llamada de los tiempos/ y se borraría tu voz/s de la esperanza/ por eso hoy/ te despido/ contenta/ sabiendo que pronto/ cabalgaremos livianas/ las riveras más profundas/ por ahora/ hasta pronto/ Gracias! por compartir con nosotras/ tanta Vida/


martes, 7 de julio de 2009

martes 7 de julio de 2009

La patria rota
Odette Alonso, Parque del Ajedrez

Represión en Tegucigalpa
(tomada de Proyecto Siguapate)

A mis amigas hondureñas

Estoy sentada en la esquina del cuarto. Entre la mesa de noche y la pared; detrás del baúl de la ropa sucia. Con las piernas recogidas. Llevo ahí más de una semana. Aunque despierte y me bañe, aunque me unte cremas en la cara y me rocíe esa colonia, aunque me cuelgue al hombro la bolsa y camine hasta el metro, aunque me pase el día en la oficina, conteste mailes, envíe boletines y chatee. Aunque haga mi “vida normal”, realmente estoy ovillada en el último rincón de la casa como si me maniatara una camisa de fuerza. Con los dientes apretados. Muda.

Impotente.Pensando en cómo se despabila, de pronto, ese amor que dormimos, ocultamos, disimulamos o simplemente no conocemos por la patria, por la nación, por esa tierra en la que abrimos los ojos, caminamos, crecemos, hacemos… Un golpe a esa noción llamada país puede descalabrarnos de una manera imposible de explicar y a veces, de comprender. En estos días en que el pueblo de Honduras vive en la incertidumbre, mi dolor es tan profundo, el miedo tan grande, que a veces siento que han despertado, en éste, otros dolores y miedos que alguna vez no dejé aflorar, inmersa en los preparativos ante la inminencia del peligro propio.

Entonces me veo cavando trincheras en las lomas de Quintero; oteando al horizonte donde aparecerían los cañoneros yanquis; vigilando el espacio aéreo en el que irrumpirían los aviones “americanos”; formando parte de un batallón de zapadores o aprendiendo a tirar estrellas ninjas en el campo deportivo de la Normal de Santiago como parte de los absurdos entrenamientos dominicales de las MTT [Milicias de Tropas Territoriales]; armando y desarmando fusiles rusos en las clases militares de la universidad; creyendo que “cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla”.

Siempre vivimos en guerra y siempre fueron falsas alarmas, jugueteos con los que entretenernos el hambre, estrategias de “unidad nacional” que venían requetebién cuando algunos “grupúsculos” empezaban a inquietarse y revolverse. Modos de aplastar la rebeldía nacional ante el deber de defender la patria del “enemigo externo” para que no viéramos el interno. Hace un mes caminaba por las calles de Tegucigalpa confirmando, una vez más, cuánto se parecen a ratos a las de Centro Habana o algunos barrios santiagueros. Respirando en aquel aire una esencia común. Les presenté mi novela y mis poemas a un grupo de mujeres empeñadas y comprometidas en las luchas cotidianas: la violencia familiar, las carencias económicas, la inestabilidad laboral, la igualdad de derechos y oportunidades, el respaldo a la cultura y el arte, la formación de las nuevas generaciones en una sociedad menos violenta, más humana. Y nos reímos y nos confesamos dolores y compartimos planes y tomamos guífiti y cerveza Port Royal.

Nadie vislumbraba entonces lo que pasó un mes después; esta guerra que sí es de verdad. Porque ahí está el pueblo —aun dividido en los bandos que sea— abogando por su propio destino. Cosa que nunca hicimos los cubanos; al menos desde que tengo eso que llaman “uso de razón”. A nosotros nos convocaban a gritar obligatoriamente contra el imperialismo, pero nunca a alzar la voz contra las cosas que pasaban en nuestro país, aunque lo viéramos caerse a pedazos.

Sólo una vez, a principios de agosto de 1994, hartos de un período especial que los llevaba a extremos invivibles, población de Centro Habana salió a las calles a pedir, más que libertad, comida y luz, y se armó un mitin espontáneo en los alrededores del hotel Deauville. Los grupos de choque del Contingente Blas Roca reprimieron la protesta a golpe de cabillazos. Civiles contra civiles, para que pareciera una simple reyerta de barrio, “cosa de negros”. Dicen que el grito de “Abajo Fidel, abajo Fidel”, inmediatamente fue sustituido por “Fidel, Fidel, Fidel” y cuando el vitoreado llegó a la escena del crimen, ya todo estaba “bajo control”. El habanazo le llamaron; lógicamente fuera de Cuba, porque en la isla los medios no difundieron la noticia. A diez cuadras no se sabía qué pasaba más que de boca en boca. Más allá de las diez cuadras, sólo un rumor. En el resto del país no se supo nunca.

Ahora, década y media después, las únicas que se atreven a desafiar el miedo son las Damas de Blanco, madres, esposas e hijas de presos políticos, que se manifiestan pacíficamente, con una flor en la mano, pidiendo que no se deje morir a sus familiares de hambre, insalubridad y desamparo en las cárceles. Ellas también tienen que aguantar las agresiones del “pueblo enardecido”, es decir, los grupos de choque, brigadas de respuesta rápida que el gobierno envía a patearlas y escupirles.

“Tenés que hacer las paces con Cuba”, me dijo Amanda hace un mes, mientra caminaba por Tegucigalpa creyendo poder alcanzar los cerros con las manos, de tan cerquita que están. “Dejá de verla como la madre que no te quiso y te regaló; la que te echó de su seno por ser quien sos y buscarte un discurso que no fuera el manoseado”.

Ahora que veo su patria rota, como la mía, me hago un ovillo en el rincón del cuarto. ¿Cómo haremos, Amanda, repúblicas distintas, comunidades realmente democráticas? ¿Será posible que ese sueño no termine en pesadilla una vez y otra vez y otra vez?

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